Nos encontrábamos varios amigos comentando los tremendos acontecimientos que han ocurrido en nuestro estado de Guerrero y en toda la república: degollados, descuartizados, personas muertas a tiros con armas de alto poder y el colmo, el asesinato atroz de la familia del marino muerto en un “operativo” policíaco, hechos estos últimos ocurridos a cientos de kilómetros del lugar donde murió el militar. Un crimen sin nombre y sin justificación y propio de personas sin ningún freno moral.

Al terminar la reunión vino a mi memoria la anécdota que voy a contar. 

El olor de la sangre

Hace ya muchos años que sucedió. Era yo un ingeniero joven y quizás un poco mejor preparado que mis colegas, pues mi superior me distinguía y me ordenaba hacer trabajos no muy difíciles pero de gran responsabilidad económica. Tenía ya alguna experiencia y las tareas que me encomendaban las podía desempeñar sin mayor esfuerzo, pero sí con cuidado y atención. Todo ocurría en un campo petrolero en el sureste de México; se trataba de trazar caminos y construir plataformas para que los equipos de perforación de pozos pudieran tener acceso y una área para asentarse y poder cumplir su cometido; no eran cosas menores, pues las plataformas o “peras” medían 50 por 100 metros y los caminos de acceso llegaban a tener 500 o más metros de longitud. Me asignaban como ayudantes a ingenieros topógrafos a los que yo tenía que dirigir en los trabajos de campo, pues los de cálculo y oficina los hacía personalmente yo, y el ingeniero en jefe los revisaba y aprobaba. En muchas ocasiones me tocó trabajar con un ingeniero topógrafo mayor que yo, con el que llegué a tener cierta amistad: era un hombre de unos 40 años, de quien se dudaba un poco de su reputación. Había veces que teníamos que quedarnos en “el campo” y entonces había que buscar un albergue donde comer y dormir. Siempre encontrábamos alguna choza o alquería más o menos cercana, pues el “campo” era uno en explotación, lo que quiere decir que había personas en las inmediaciones que se dedicaban  a esos menesteres. El ingeniero topógrafo de quien se trata esta anécdota era moreno, rechoncho y picado de viruela, lo que le daba un aspecto un poco inquietante: algo así como amenazador o peligroso; pero conmigo era amigable y aun afectuoso y una vez tratándole aquella mala impresión desaparecía.

El suceso que voy a relatar ocurrió en la fonda de Lola, que se encontraba en el cruce de una carretera y la vía del ferrocarril del sureste. Habíamos terminado las labores del día, serían las cinco o seis de la tarde y después de comer y con unas dos o tres cervezas entre pecho y espalda, conversábamos animadamente. V** (mi compañero), le gastaba a Lola bromas un poco pesadas, que ella contestaba con gracia, pues se conocían de algunos años atrás.  Unas dos cervezas más y llegó el momento de las confidencias.

Después de contarnos algunos chistes y chascarrillos triviales, V** se puso serio y me dijo: ingeniero usted sospecha de mí, quizás cree que soy asesino ¿o no?; sorprendido por lo inusitado de la pregunta, le contesté que no, y él un poco animado por el alcohol prosiguió: Hace unos cinco años en una fiesta, en las afueras de C**,  conocí a una mujer joven, de unos veintitrés o veinticuatro años, alta, morena clara y de formas muy llamativas, tenía el pelo largo y ondulado y era muy hermosa y coqueta. Usted sabe que soy casado pero esa vez iba solo, continuó, por lo que la saqué a bailar, y ella aceptó; su cintura era breve y aunque me sacaba unos centímetros de estatura, su desenvoltura, su aroma de mujer joven, su sensualidad, me fascinaron, me hechizaron. Pasamos así una hora o no sé cuánto, pues perdí la noción del tiempo y del lugar. Cegado por el deseo, le pedí que saliéramos y ella accedió a sabiendas de mis intenciones. Salimos y caminamos unos cincuenta metros; yo la abrazaba por la cintura y la besaba en el cuello y en la boca (ella tenía que agacharse, pues como le dije, era un poco más alta que yo), pero correspondía a mis caricias con una fogosidad enloquecedora. El sendero por el que caminábamos estaba poblado de arbustos que lo ensombrecían, ¿hacia dónde nos dirigíamos? No sé; la excitación me dominaba.

De pronto, nos salieron al paso dos hombres jóvenes morenos y atléticos, me insultaron y me agredieron verbal y físicamente, me trataron de viejo tal por cual y uno de ellos sacó una navaja y trató de matarme; como usted sabe, yo siempre ando armado y los insultos y golpes me enardecieron, así que echándome hacia atrás, saqué mi pistola y lo maté, el otro muchacho salió corriendo y la mujer se perdió entre los árboles. Quedé solo, con la pistola en la mano y viendo, estupefacto, al hombre que daba sus últimos resuellos; la vista y el olor de la sangre que le seguía escurriendo me enervaba, me paralizaba. No sé cuánto tiempo transcurrió entre lo que le cuento y la llegada de la policía, pues me encontraba petrificado; vieron el cadáver, me maniataron y me llevaron a la delegación. Alegué legítima defensa y me valió - además del dinero que tuve que dar al agente del ministerio público - que el difunto tenía en la mano el puñal con el que me agredió. Me dieron libre.

Tuve que cambiarme del lugar de los hechos a esta población, por temor a represalias de los familiares del muerto. Han pasado cinco años; a la muchacha no la he vuelto a ver y lo que le relaté, dijo V** visiblemente emocionado, lo llevo grabado muy hondo en la memoria, lo sueño repetidamente, despierto sudoroso y acezante y aunque me digo a mi mismo que no soy culpable, sé que no lo voy a olvidar nunca: es como una piedra atada al cuello. Dicen que la sangre no huele, añadió, pero es mentira, huele de manera inconfundible: a humedad, a muerte.

Lola (que había escuchado la narración) y yo, quedamos profundamente conmovidos, y sin decir palabra los tres nos retiramos a descansar. Obviamente, por su expresión de asombro, Lola no conocía esa parte de la vida del ingeniero.

Al siguiente día, muy temprano, V** salió conmigo y proseguimos con el trabajo como si no hubiera pasado nada y nuestra relación amistosa siguió sin cambio: respetuosa y un poco distante.

Por aquella época yo usaba una pistola, pues siempre me han gustado las armas, pero la emoción y lo vívido con que V** había contado su historia, me volvió más cauto y maduro, pues me dio la medida y el olor de la sangre y de la muerte.

                                                                               Américo García R.  2010